Me compré mi primer smartphone a los 30: así me destrozó la vida

Me resistí a comprarme un smartphone todo el tiempo que pude.

Habiendo crecido en la era de los teléfonos móviles, mi teléfono con tapa me parecía más que suficiente, ya que podía llamar y enviar mensajes de texto en cualquier momento y lugar.

Cuando lo usaba en público, la gente me preguntaba si estaba “desintoxicándome” o haciendo algún tipo de declaración política por no tener un smartphone. Mi respuesta era sencilla: no me fiaba de mí misma con un acceso ilimitado a internet en el bolsillo.

A medida que los smartphones se hicieron omnipresentes para cosas como tarjetas de embarque y entradas para conciertos, la vida se hizo cada vez más difícil de manejar. Incluso salir a cenar se convirtió en un obstáculo porque mi teléfono no podía escanear el código QR para ver el menú.

En el verano de 2023, cuando las principales operadoras empezaron a cerrar las antiguas redes 3G y 4G en Estados Unidos en favor de las nuevas y relucientes redes 5G, mi teléfono dejó de funcionar por completo.

Derrotada, entré en una tienda de Verizon y salí con un flamante iPhone 13 y la sensación de que mi vida cambiaría para siempre.

Enseguida me volví adicta a los smartphones

La primera semana después de adquirir un iPhone, pasaba una media de cuatro a cinco horas diarias con él. Casi me atropellan al andar por la calle porque no despegaba la vista de la pantalla.

Mi informe de uso y tiempo de pantalla también mostraba que cogía el teléfono una media de 57 veces al día. Con mi antiguo teléfono, me sorprendería haberlo usado 30 minutos o haberlo consultado más de un puñado de veces al día.

Repugnada conmigo misma, silencié todas las notificaciones. Intenté dejar el teléfono en otra habitación para evitar distracciones, pero no podía resistirme. Después de una hora de paz, cedía y era recompensada con 24 mensajes perdidos, ninguno de ellos importante.

Al cabo de unas semanas de usar el smartphone, empecé a tener dolor de cuello por pasar horas y horas encorvada sobre el dispositivo. Juro que notaba cómo se me curvaba la columna vertebral.

A pesar de estar más conectada que nunca, me siento más aislada

Enviar mensajes resulta mucho más fácil con mi smartphone y su teclado, y me encuentro en constante contacto con mis amigos a través de hilos de mensajes y chats grupales.

Me encanta compartir experiencias y enviar fotos graciosas, pero ahora, cuando nos vemos en persona, no hay mucho de lo que hablar. Ya hemos hablado de todo y estamos en contacto 24 horas al día, 7 días a la semana. Cuando se trata de conversaciones reales, mi comprensión se resiente: ya no escucho de verdad.

El otro día vino mi hermana, se sentó en el sofá y me empezó a hablar de su día en el trabajo. Sin pensarlo, me llevé la mano al bolsillo y empecé a desplazarme por la pantalla. Estaba mostrando los mismos comportamientos antisociales que antes había despreciado en los demás.

Al mismo tiempo, con cientos de aplicaciones al alcance de la mano, me he encontrado a mí misma buscando establecer relaciones en las aplicaciones en lugar de en persona.

En lugar de ir a un bar, uso Tinder. Es divertido, pero enseguida me horrorizó ver cómo podía utilizar los filtros de la aplicación para encontrar a alguien que se ciñera exactamente a mis preferencias o a mis requisitos. Una hora después de descargarla, ya tenía una cita para esa noche.

Aunque me gustaría pensar que es un guiño a mi propia destreza, en realidad no es más que un testimonio de lo fácil que los smartphones han hecho que sea reducir las interacciones humanas con solo un par de clics.

La cita estuvo bien, aunque le faltó algo de sustancia. Habernos conocido en una aplicación significaba que no compartíamos un contexto real. No nos habíamos conocido en nuestra comunidad o en el trabajo, no había un tejido social que nos conectara.

Nuestro esperanzador romance se esfumó tan rápido como empezó.

Echo de menos mi viejo teléfono, pero ya no hay vuelta atrás

Ahora veo mi vida en dos épocas distintas: el antes y el después del iPhone.

La vida era más sencilla con mi teléfono con tapa, pero tener un smartphone no está tan mal.

Puedo utilizar Google Maps para moverme en lugar de parar en una gasolinera y preguntarle al dependiente cómo llegar. Spotify me ha ayudado a conocer a algunos de mis artistas favoritos. Y sí, necesito hacer una copia de seguridad en la nube de las 200 fotos de mi gato.

Sin embargo, sigo añorando tiempos más sencillos: cuando me comunicaba con palabras en lugar de emojis, cuando no me llevaba la mano al bolsillo cada 15 minutos en busca de otro chute de dopamina barata y cuando podía sumergirme por completo en el mundo que me rodea.

Existen alternativas a los smartphones (teléfonos ‘tontos’) que recuerdan a los viejos tiempos y prometen “frenar la adicción a la pantalla” restringiendo las aplicaciones y los navegadores web, pero nos estamos engañando.

No hay vuelta atrás. Ahora que tengo un smartphone, dependo demasiado de él como para dejarlo

Deja una respuesta