Mi hija de 16 años sabe que no debe acudir a mí cuando quiere gastar en algo especialmente caro.
Siempre se remonta a cuando me negué a comprarle un par de mini botas UGG de 160 dólares (unos 145 euros al cambio actual) porque el ante era poco práctico para el barro y la lluvia. O a cuando usó mi tarjeta de débito para comprar Dunkin’ Donuts para merendar y pidió a Uber Eats que se los llevara al instituto…
Mi tendencia a decir “no” se debe probablemente a las objeciones de mis padres que resuenan dentro de mi cabeza. “¿Por qué iba a pagar yo eso?”. O el “más vale que estés de broma” de mi madre.
Mis padres, nacidos en 1930 y 1936, pertenecen a la llamada “generación silenciosa”, que vivió la Segunda Guerra Mundial y el racionamiento en Reino Unido. Su lema siempre fue “hazlo y arréglalo”.
Mi hermana y yo llevábamos ropa usada. Nunca tuvimos ropa ni calzado de marca.
Una vez, mi madre accedió a comprarme unos zapatos rebajados que eran muy populares entre la “gente guay” de sexto curso. Pero me ridiculizaron porque eran de un color raro y media talla más grandes.
Mi marido y yo solemos reírnos de las diferentes maneras en que nos educaron sobre el dinero
Eso no quiere decir que tuviera una infancia pobre o infeliz. Mis padres nos mimaban de otras formas, invirtiendo en “experiencias” como viajes de aventuras de acampada al extranjero que recordaré el resto de mi vida.
Pero ahora que estoy casada y tengo hijos, reírnos de mi educación frugal se ha convertido en una especie de broma familiar. Mi cónyuge se burla de mí porque mi idea del lujo cuando era pequeña era dormir bajo un edredón de algodón, no sábanas de nailon y mantas que pican.
A lo que yo le respondo que él nació con una “cuchara de azúcar” en la boca. “No estabas mimado, pero tenías esquís”, me río. Mi marido fue a un colegio privado y viajaba a Europa de vacaciones. Y sus padres les llevaban a él y a sus tres hermanos a restaurantes de lujo.
Vaya, que bromeamos sobre nuestras diferencias de educación, pero a veces no nos reímos tanto… Discrepamos constantemente sobre cuánto gastamos en los niños.
Los cumpleaños y los regalos de Navidad son especialmente problemáticos. Si lo dejamos a su aire, mi marido podría gastarse fácilmente entre 500 y 700 euros en cada niño.
Hace poco discutimos por el precio de 180 dólares (165 en euros) de las últimas zapatillas “imprescindibles”. Hace menos de un año acepté a regañadientes comprarlas, pero había que cambiarlas. “¿No podemos comprar algo más barato?”, le dije.
Es difícil encontrar el equilibrio con los gastos
Me he convertido en el poli malo por insistir en que nuestros hijos tienen que pagar un porcentaje de su paga para artículos como iPhones y videojuegos. Y tenemos otras cuestiones que decidir como si contratamos a un asesor de admisiones universitarias a casi 100 euros la hora. “Seguro que es algo que podemos hacer nosotros mismos”, les sugerí.
Es difícil cuadrar las cuentas. Mi marido cree que enseñar generosidad empieza en casa. Y un amigo me dijo que sus padres, que eran un poco tacaños, le habían hecho creer que no se merecía “cosas bonitas”, y eso me rompió el corazón.
En un mundo ideal, los niños no se avergonzarían por no llevar la etiqueta “correcta”. Pero es natural que los padres quieran proteger a sus hijos para que no destaquen entre la multitud —como me pasó a mí con las zapatillas—.
En cuanto a mis hijos, yo estoy orgullosa de que mi hija haya encontrado un trabajo a tiempo parcial para financiar su obsesión por el cuidado de la piel. Mi hijo hace tareas domésticas porque quiere un animatronic horrible para Halloween. Y yo estoy aprendiendo a llegar a un punto de equilibrio con mi marido sobre los gastos.
Aun así, le he pedido que esconda las etiquetas de los artículos más caros que compra para los niños. No podría quedarme callada…