Hubo un tiempo en que el trabajo era visto, como cantaba Raphael, “como el amigo más fiel”. O como aquel estribillo de Rihanna y Drake (“work, work, work, work, work, work…”): largo y repetitivo (bueno, la primera parte… Luego se ponen a hablar de otras cosas).
Sacrificio personal, horas extra y calentar la silla eran las señas de identidad del empleado old school. Hace unos 200 años, lo normal era trabajar más de 72 horas a la semana. Es decir, que la jornada laboral ocupaba más del 43% de la vida de la gente.
Un siglo después, en 1928, Keynes llegó a pronosticar que “en 100 años, el nivel de vida en los países desarrollados sería entré 4 y 8 veces superior al actual”, lo que permitiría repartir el empleo de manera que cada persona no tuviera que trabajar más de unas 3 horas al día (15 horas semanales).
En España, lo más parecido a la profecía de Keynes sería la reducción de jornada (y, aun así, se quedaría muy por encima): en octubre de 2023, PSOE y Sumar llegaron a un acuerdo de Gobierno para reducir la jornada laboral desde las 40 horas actuales a 37,5 horas semanales en 2025.
Reducir la jornada laboral permitiría aumentar el bienestar de los trabajadores: “Libera tiempo de trabajo para cuidados y facilita que los trabajos domésticos se repartan de manera más razonable. La disminución de las horas de trabajo puede tener repercusiones positivas en la salud”, argumenta Jesús Ruiz-Huerta, director del Laboratorio de la Fundación Alternativas.
Pero, ¿y si esa mejora cualitativa de bienestar se traduce en una pérdida de bienestar económico?
En Business Insider España aprovechamos este 1 de mayo, día Internacional de los Trabajadores, para analizar en profundidad una de las dinámicas que más importancia está cobrando en el mercado laboral: la conciliación o la búsqueda del bienestar a través del tiempo libre, pero también sus implicaciones económicas en un país como España.
“No quería trabajar 12 horas al día para tener una vida normal”
Todavía quedan 4 años para cumplir el pronóstico de Keynes, pero no tiene pinta de que vaya a pasar.
En el caso de España, en 1980 se estableció la jornada laboral máxima en 40 horas a la semana, y desde entonces nada ha cambiado, aunque la media de tiempo trabajado es algo inferior: unas 36,6 horas semanales, según la OCDE. Es decir, que seguimos dedicando alrededor de un cuarto de nuestra vida a trabajar.
“La regulación laboral que tenemos de 8 horas en España es una regulación muy antigua. Viene de los años 80. Esto nos obliga a reflexionar un poco”, comenta Jesús Ruiz-Huerta, director del Laboratorio de la Fundación Alternativas.
¿Y por qué no han cambiado las horas de trabajo en todo este tiempo? Para Ruiz-Huerta, hasta ahora la preocupación de los trabajadores se había centrado más en otros temas: “interesaban más las condiciones salariales, el salario mínimo… Pero ahora empieza a tomarse más en serio la preocupación por las horas de trabajo”.
“Yo no quería trabajar 12 horas al día para tener una vida normal. No me apetecía tener que hipotecar mi vida para eso”, cuenta Roberto. Tiene 30 años y hace 2 dejó su trabajo como fisioterapeuta para prepararse unas oposiciones, con la esperanza de vivir mejor: “hay que trabajar para vivir, no vivir para trabajar”, afirma. Pero no es el único en pensar así, ni mucho menos.
En España, el 57% de los profesionales afirma sentirse desmotivado en sus puestos de trabajo, según la Guía del Mercado Laboral 2024 de Hays.
“Hoy en día, cuando se trata de buscar y conservar un empleo, los profesionales priorizan una serie de factores que van más allá del salario”, explica Silvia Piqueras, directora de Servicios de Contratación en Hays España, y cita el ambiente de trabajo, la flexibilidad o paquetes de beneficios y desarrollo profesional como alternativas para mejorar el bienestar de los empleados.
“Antes, salir a las 21.00 era normal, y ahora lo hemos reducido a las 19.00 horas. Es un cambio incipiente, pero cada vez más se busca un mayor bienestar en el trabajo”, explica María Romero, socia directora de Analistas Financieros Internacionales (Afi).
Por ejemplo, “la posibilidad de teletrabajar, salir más temprano… Esto es algo que se percibe sobre todo entre las nuevas generaciones, pero puede llegar a suponer un cambio estructural en el futuro”, añade Romero.
No hay más que echarle un ojo a los datos de dimisiones, vacaciones y bajas por enfermedad y de vacantes. Todos, en máximos históricos.
Esta tendencia suele darse en fases expansivas del ciclo económico (cuando las cosas van bien, es más fácil arriesgarse a dimitir o “desaparecer” en el trabajo). Sin embargo, también sugiere un cambio estructural en la mentalidad de los trabajadores y en su forma de concebir el trabajo.
“La pandemia ha hecho reflexionar a la gente sobre el trabajo que tienen y qué es lo que valoran en el trabajo, y están tomando decisiones”, añade Christopher Dottie, director general de la consultora Hays España y vicepresidente de la Cámara de Comercio Británica.
Este cambio de mentalidad fue precisamente el detonante de la gran renuncia en EEUU, el fenómeno que llevó a millones de estadounidenses a dejar sus trabajos, según señala Marta Bengoa, catedrática de Economía Internacional en la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY) y vicepresidenta ejecutiva de la Asociación de Comercio Internacional y Finanzas de EEUU:
“En EEUU la mentalidad emprendedora, la tolerancia al riesgo y las oportunidades de trabajo han provocado que muchos trabajadores se plantearan su estilo de vida durante el pico de la pandemia (centrado en el trabajo, con largas horas, pocas vacaciones, alta productividad, mayor estrés…) y decidieran cambiarlo”.
Pero lo del cambio de chip no es nuevo. La búsqueda del bienestar en el puesto de trabajo es tan antigua como el trabajo mismo, y ha ido alcanzándose gracias a avances en derechos laborales (salarios, jornada laboral, flexibilidad…) pero también al progreso tecnológico, que ha hecho más productivas a las empresas.
“Las ganancias en productividad acaban reflejándose en caídas en la jornada laboral. Básicamente porque, si aumenta la productividad, el empleado no necesita trabajar más horas”, aclara José Ignacio Conde Ruiz, catedrático de Fundamentos del Análisis Económico en la Universidad Complutense de Madrid y subdirector de Fedea.
Como resultado, añade, “hace más de un siglo que las horas trabajadas van cayendo“.
Pero, ¿qué ocurre cuando la reducción de jornada llega por el lado de la “imposición” sin que haya una ganancia de productividad? Houston, tenemos un problema.
¿Por qué la reducción de jornada puede traducirse en una pérdida de bienestar?
Hasta ahora, la mayoría de mejoras en el mercado laboral han venido acompañadas de una mejora en la productividad. “No tenemos una bola de cristal, pero históricamente lo que ha pasado es que hemos mejorado porque hemos sido más productivos y después ha venido la reducción de jornada”, observa Romero.
Pero, ¿qué ocurre en un país como España, donde la productividad lleva estancada 20 años? Que resulta difícil pensar que si la productividad no aumenta con el número de horas actuales (que ya es superior a la media de la Unión Europea), vaya a producirse más con menos horas.
Concretamente, en España cada empleado echa un 6,6% más de horas que sus homólogos europeos. Y, sin embargo, las empresas producen un 13,8% menos que la media de la Unión Europea, según datos de Fedea y el Consejo General de Economistas.
Es más. Ahora mismo España tiene la misma renta per cápita en términos reales (el mejor predictor que tenemos de la riqueza de un país) que en 2005: unos 24.600 euros.
“El avance de la productividad en nuestro país ha sido muy reducido tanto en términos absolutos como en comparación con el que se ha observado en otras de las principales economías mundiales”, avisa el Banco de España en su último informe anual sobre el Mercado laboral.
Se ha hablado mucho de cuál sería el impacto de una reducción de la jornada laboral para la economía en general y para las empresas. El propio gobernador del Banco de España, Pablo Hernández de Cos, lanzaba una nueva advertencia hace unos días. Pero, ¿y para los empleados?
Imponer la reducción de jornada en un país como España, donde la productividad lleva años estancada y los sectores más productivos ya estaban reduciendo la jornada antes de la regulación (la banca, por ejemplo, ya está por debajo de las 37,5 horas), significaría una ganancia de bienestar en horas de ocio, pero a costa de una pérdida de bienestar en términos económicos.
“El problema está cuando impones la reducción, porque con las mismas horas aumentas el coste por hora”, ilustra Conde-Ruiz. Y si los costes aumentan, las empresas tendrán que compensarlos: o bien subiendo precios, o bien congelando salarios. En otras palabras: los trabajadores experimentarían una pérdida de rentas.
Para Romero, la clave está en diferenciar por sectores: “no es lo mismo la industria, que es más productiva, que otros de servicios donde la cuenta de resultados es más comprimida. ¿Pueden todas las estructuras de cuentas de resultados soportar un incremento de coste como el que se plantea? Hay algunas que sí y otras que no. Es el peligro de hacer un café para todos“.
Por ejemplo, en hostelería, donde los márgenes empresariales ya están comprimidos, reducir la jornada podría traducirse en mayores costes para los empleadores, que terminarían trasladando ese encarecimiento. ¿Cómo? O contratando menos personas para absorber costes, o subiendo los precios al consumidor final.
La primera consecuencia se traduciría en más inflación, lo que llevaría a una pérdida de poder adquisitivo de los consumidores para esos bienes. La segunda impactaría en la creación de empleo, lo que a su vez afectaría a las rentas de los hogares.
“Si queremos mantener todos esos puestos de trabajo y asumir costes, las empresas tendrán que trasladarlo a precios finales. Eso, o prescindir de empleos: Si pierdo el empleo, tengo menos bienestar, y si hay más inflación, mi cesta de la compra es más cara”, apunta Romero.
Es decir, que por querer mejorar el bienestar de los trabajadores por la vía de la reducción de jornada, se arriesgaría a reducir el bienestar de los trabajadores por la vía de las rentas.
“La reducción de la jornada laboral es un asunto donde la ciudadanía tiene que tomar la decisión última, si la sociedad quiere trabajar menos horas, y, por tanto, tener más tiempo disponible para otras actividades, es una decisión legítima. Ahora bien, es una decisión que tiene que ser informada”, observa Javier Martínez, economista de EsadeEcPol, y advierte:
“A largo plazo, puede hacer que la revalorización de salarios sean menores, y aunque el sueldo de aquellas personas contratadas no cambien, los empleadores podrían compensar el coste de las horas reduciendo el salario de las nuevas contrataciones. Esto podría provocar una pérdida de bienestar agregado”.